Varanasi.
Un hombre está acostado boca abajo en el suelo, frente a un altar, sin emitir sonido alguno, mientras los demás fieles circulan en el centro y los pasadizos laterales del recinto. El sol se refleja en las columnas y los portales dorados. De pronto quien oraba en el piso se pone de pie y se queda en el mismo sitio moviendo los labios. Los concurrentes no lo observan, cada cual realiza sus ritos, compartiendo con su Dios una convivencia respetuosa y continua.

La mortaja es de seda rozada, y al cuerpo lo transportan a pie seis deudos en una especie de camilla con dos varas de madera laterales que cargan al hombro. Caminan entre la gente que se hace a un lado, permitiendo el viaje de la difunta. Ante el paso de la pequeña procesión se crea un particular silencio, análogo a las bocinas y el caos. En la superficie de la tela se observan bordados brillantes que de pronto contrastan con un espacio sombrío, pronto a encontrarse con la luminosidad sagrada del Ganga (Ganges).

Callejones recibiendo los últimos rayos del sol, la tarde se termina, y una vaca pegada a la pared, ajena a los transeúntes, reposa en un tiempo que parece tomar un rumbo distinto, donde presente pasado y futuro se conjugan.

De pronto un espacio abierto, y allí un mercader alterno ofrece legumbres dispuestas en el suelo. Las promociona con particular presencia, a sabiendas de que tarde o temprano la reventa cumple su ciclo.

En uno de los pasadizos del mercado se observa un puesto de especias, las mismas que construyeron toda una ruta en el mundo antiguo. Pequeños comedores laterales ofrecen platos condimentados con curry, pimienta negra, ajo, canela y ají, entre otros aderezos.

Unos metros más adelante, al caer la noche, el Ganges comienza a recibir los primeros asistentes de la ceremonia nocturna. Los más ancianos, envueltos en sus túnicas, se quedan al borde de la escalinata que desciende hasta la orilla.
