Ceremonial nocturno (Ganga).
Voces del rito sagrado cautivan el espacio; las miradas se vuelven al interior, hasta que nuevamente salen y se deslizan en el entorno. Las luces de la azotea donde se realiza la actividad ceremonial comienzan a dar indicios de término, mientras tanto los asistentes continúan expectantes.

El calor de la llama no quema en primera instancia, quizá sea la actitud contemplativa, o la fugacidad del tacto; pero la tibieza se percibe a través de la propia mano deslizándose en el rostro, impregnándolo de una temperatura singular. El joven se desplaza con el candelabro ofreciendo su porción de luz.

Ante el sonido que ejecuta el maestro de ceremonia se produce un silencio natural, todo llama a la introspección. Los visitantes externos observan el espacio, no quieren perder detalle, el magnetismo del "Ganga" llega a su máxima expresión.
Desde el segundo piso de la construcción lateral donde se realizó el oficio la gente baja por la escalera de acceso, otros descienden de las barcazas que se aproximan al borde costero, es el momento de poblar de luces el río sagrado, marcando un camino fugaz, una pequeña caravana de lumbres que, depositadas en el agua como ofrenda, se perderán en el cauce para nuevamente renacer.

Cuando la gente abandona el mercado comienza a llover, en la calle, frente a la entrada principal, transportes a pedal esperan pasajeros, es el momento en que incrementan sus ganancias. Un ciclista alto, vestido con ropa desgastada y oscura, sube a tres personas en el asiento techado que se encuentra atrás. Su cuerpo se eleva para imprimir mayor fuerza en el desplazamiento, la espalda de aquel hombre está totalmente mojada por la lluvia, se sienta con las manos en el manillar, sin detener el pedaleo, atravesando irregularidades del pavimento. En aquel esfuerzo, en esa lucha por la subsistencia, aparecen de pronto dioses, mar, ríos, y un vasto territorio repleto de personajes que desde hace seis mil años avanzan sin pausa.
